lunes, 11 de abril de 2011

Caracas y otras fronteras.

      Hace días llegué de viaje. Tras 10 años sin montarme en un avión, me senté durante 7 horas en una butaca azul que nunca quiso reclinarse para dejarme dormir, para buscar mi norte en el sur. 

      Llegar a un nuevo lugar es excitante e inspirador. Altera cada sentido de una forma inexplicable y esa curiosidad que se nos apaga al crecer o al acostumbrarnos a un lugar vuelve a florecer. Lo primero en lo que me fijé fue en el aroma. Siempre he dicho que cada lugar tiene un olor particular. Así que tras inhalar aire a 15ºC sonreí y dije que me gustaba el olor. Parecido al de Barcelona en verano. Pero era mi primer otoño en Buenos Aires.

     Mis tres semanas en nuevas fronteras transcurrieron mejor de lo esperado. Decenas de calles caminadas, noches disfrutadas, sentidos intoxicados por litros de cerveza, frío, calor, nuevos escenarios, nuevas personas y una cultura que más que disfrutar tuve la oportunidad de vivir.

     Los últimos días me llevaron a múltiples reflexiones catalizadas por las múltiples conversaciones con bonaerenses y mi compañero de viaje, de vida, de día a día. Estas reflexiones me llevaron, muy en mi contra, a comparar este nuevo lugar con mi hogar. Y cuando digo muy en mi contra lo digo porque no se pueden comparar dos lugares diferentes. Sin embargo, me hizo darme cuenta y recordar, que en un momento, no muy lejano, fuimos como ellos.

     Extrañaba caminar sin temor a ver a mi vecino de acera. Recorrer decenas de cuadras diarias bien iluminadas. Ver personas mayores y niños en parques, plazas, calles y avenidas incluso cuando el sol se ocultó muchas horas atrás. Abandonar la sensación de temor, por mis pertenencias, mi salud, mi vida y la de aquellos que me rodean.

     Y ahí me fije que esa sensación de seguridad que sentí, se sintió en mi país hace no mucho. Antes de que el abandono y la apatía por desconfianza nos hiciese caer en un pozo donde la luz del sol no llega. Recuerdo haber ido al Parque del Este y montarme en un bote a pedales cuando apenas era una niña. Recuerdo recorrer Caracas de la Urbina a Carmelitas en un autobús de la mano de mi Madre y mi Hermano. Recuerdo haberle roto la cuerda del gurrufio al nieto del señor de la ferretería que quedaba al lado de la sastrería de mi abuelo. 

     Ahora, siento que de eso no quedan más que recuerdos y anhelos. Porque no creo que mi sobrin@ vaya a crecer en una Caracas en la que pueda hacer eso sin que su madre tenga que cruzar la pañalera o caminar asustada por esa calle de la Candelaria. Porque del Parque del Este quedan recuerdos y unas pocas áreas sin ser arruinadas. Porque un trayecto tan largo en autobús es perder el día entero en el tráfico Capitalino. Porque se ha olvidado la magia de los juegos autóctonos y se han suplantado con prefabricaciones Nikko.

     Los cambios a los que nuestra ciudad se ha visto sometido nos ha llevado a encerrarnos en nuestras casas. A autoimponernos un toque de queda por temor. A cerrar los puños cuando pasa una moto. No sacar el teléfono si hay mucha gente. Y desconfiar del vecino la mayoría del tiempo. Se nos ha arrancado la humanidad. 

     El calor humano que muchas personas perciben en nosotros mas allá de nuestras fronteras, es sangre fría cuando estamos dentro de ellas.  Y la culpa es nuestra. Hemos dejado espacio en la calle para que, el que hace mal, tenga la calle entera para hacerlo.  Hemos vaciado las calles y las hemos dejado al merced de quién aprovecha esa soledad para perpetuar el mal.

     En el 2008 se censaron 5.998.675 personas en el Área Metropolitana. Y a pesar de que esas personas viven, un porcentaje minúsculo habita. Hay que ser habitante de Caracas. Las calles de la Caracas que en otrora tuve la oportunidad de conocer no estaban a la defensiva y ofensiva. Se reían, bailaban y movían al ritmo de los pasos de quienes la recorrían. Si el 25% de la población se aventurara a habitar sus calles, no habría un lugar vacío. Y aunque eso no erradicará los problemas le dificultará el trabajo a quién desee hacer el mal. 

      Si llenamos nuestras calles de cultura. De actividades. Si invitamos a los jóvenes a caminar y conocer sus calles más que hacer un turismo express en sus aceras. Si le recordamos a los viejos que lo que vivieron puede volver a vivirse. Y le mostramos a los niños lo hermoso de nuestra ciudad. Podríamos recuperar lo que es nuestro. Porque es necesario defenderlo.

     Cultura de tolerancia. Educar, conocer, difundir. Abrirnos a nuestras raíces, entenderlas, divulgarlas. Disfrutar lo autóctono sin menospreciar lo de afuera. Aceptar y comprender a las personas más allá de la apariencia. Darle importancia a la esencia sobre la materia. Crecer. Respetar. ¿Ya dije educar?

     Utópico. Se que puede sonar utópico. Pero por unos días lo viví. Y no puedo desear otra cosa para el lugar que me vio y me enseñó a crecer. 

"Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por la Tierra con la vista mirando al Cielo, porque ya has estado allí y allí deseas volver." Leonardo Da Vinci

    
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario